te quitabas la faja de la cintura, te arrancabas las sandalias, tirabas en un rincón tu amplia falda, de algodón, me parece, y te soltabas el nudo que te retenía el pelo de una cola.
Tenias la piel erizada y te reías. Estábamos tan próximos que no podíamos vernos, ambos absortos en ese rito urgente, envueltos en el calor y en el olor que hacíamos juntos. Me abría paso por tus caminos, mis manos en tu cintura encabritada y las tuyas impacientes.
Te deslizabas, me recorrías, me trepabas, me envolvías con tus piernas invencibles, me decías mil veces ven con tus labios sobre los mios. En el instante final teníamos un abismo de completa soledad, cada uno en su quemante abismo, pero pronto resucitamos desde el otro lado del fuego para descubrirnos abrazados en el desorden de los almohadones, bajo el mosquitero blanco. yo te apartaba el cabello para mirarte a los ojos. A veces te sentabas a mi lado, con las piernas recogidas y tu chal de seda sobre un hombro, en el silencio de la noche que apenas comenzaba. Así te recuerdo, en calma.
Puedo recrearme largamente en esa escena, hasta sentir que entro en el espacio del cuadro y ya no soy el que observa, sino el hombre que yace junto a la mujer. Entonces se rompe la simétrica quietud de la pintura y escucho nuestras voces muy cercanas.
-cuentame un cuento- le digo
-¿como lo quieres?
-cuantame un cuento que no le hayas contado a nadie.